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HANS CHRISTIAN ADERSEN. «La cerillera»

Un poco de lectura en vacaciones. Es un cuento muy entrañable. Disfrutadlo.

La niña de los fósforos.

¡Qué frío hacía!; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.

Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.

En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.

Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.

Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas, ardían en las ramas verdes, y de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos… y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.

«Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho-: Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.

Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.

-¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad. Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.

Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente… Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales aparecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.

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Hans Christian Andersen. El ruiseñor.

Hans Christian Andersen

(Odense, Dinamarca, 1805 – Copenhague, 1875) Poeta y escritor danés. El más célebre de los escritores románticos daneses fue hombre de origen humilde y formación esencialmente autodidacta, en quien influyeron poderosamente las lecturas de Goethe, Schiller y E.T.A. Hoffmann.

Hijo de un zapatero de Odense, su padre murió cuando él contaba sólo once años, por lo que no pudo completar sus estudios. En 1819, a los catorce años, Hans Christian Andersen viajó a Copenhague en pos del sueño de triunfar como dramaturgo. La crisis que vivía el reino a raíz de las duras condiciones del tratado de paz de Kiel y su escasa formación intelectual obstaculizaron seriamente su propósito.

Sin embargo, con la ayuda de personas adineradas, logró estudiar, y en 1828 obtuvo el título de bachiller. Un año antes se había dado a conocer con su poema El niño moribundo, que reflejaba el tono romántico de los grandes poetas de la época, en especial los alemanes. En esta misma línea se desarrollaron su producción poética y sus epigramas, en los que prevalecía la exaltación sentimental y patriótica.

El escaso éxito de sus obras teatrales y su insaciable curiosidad lo impulsaron a viajar por diversos países, entre ellos Alemania, Francia, Italia, Grecia, Turquía, Suecia, España y el Reino Unido, y a anotar sus impresiones en interesantes cuadernos y libros de viaje (En SueciaEn España).

En 1835, ya de regreso en su país, alcanzó cierta fama con la publicación de su novela El improvisador, a la que siguieron en los años siguientes O.T. y Tan sólo un violinista, entre otras, piezas teatrales como El mulato y una autobiografía, La verdadera historia de mi vida.

Durante su estancia en el Reino Unido, Andersen entabló amistad con Charles Dickens, cuyo poderoso realismo, al parecer, fue uno de los factores que le ayudaron a encontrar el equilibrio entre realidad y fantasía, en un estilo que tuvo su más lograda expresión en una larga serie de cuentos. Inspirándose en tradiciones populares y narraciones mitológicas extraídas de fuentes alemanas y griegas, así como de experiencias particulares, entre 1835 y 1872 escribió 168 cuentos protagonizados por personajes de la vida diaria, héroes míticos, animales y objetos animados.

Dirigidas en principio al público infantil, aunque admiten sin duda la lectura a otros niveles, los cuentos de Andersen se desarrollan en un escenario donde la fantasía forma parte natural de la realidad y las peripecias del mundo se reflejan en historias que, no exentas de un peculiar sentido del humor, tratan de los sentimientos y el espíritu humanos.

En la línea de autores como Charles Perrault y los hermanos Grimm, el escritor danés identificó sus personajes con valores, vicios y virtudes para, valiéndose de elementos fabulosos, reales y autobiográficos, como en el cuento El patito feo, describir la eterna lucha entre el bien y el mal y dar fe del imperio de la justicia, de la supremacía del amor sobre el odio y de la persuasión sobre la fuerza; en sus relatos, los personajes más desvalidos se someten pacientemente a su destino hasta que el cielo, en forma de héroe, hada madrina u otro ser fabuloso, acude en su ayuda y la virtud es premiada.

La maestría y la sencillez expositiva logradas por Andersen en sus cuentos no sólo contribuyeron a la rápida popularización de éstos, sino que consagraron a su autor como uno de los grandes genios de la literatura universal.

El ruiseñor –

Cuento escrito por el danés Hans Christian Andersen para la soprano sueca Jenny Lind a quien cortejó sin demasiado éxito. Andersen nació el 2 de abril de 1805 en Odense, y escribió obras de teatros, novelas, libros de viajes y centenares de cuentos para niños por los cuales se hizo famoso. Entre ellos: «El patito feo», «La sirenita», «El traje nuevo del emperador», «El soldadito de plomo».

 China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos años de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigan, antes de que la historia se haya olvidado. 

El palacio del Emperador era el más espléndido del mundo entero, todo él de la más delicada porcelana. Todo en él era tan precioso y frágil, que había que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardín estaba lleno de flores maravillosas, y de las más bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. Sí, en el jardín imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso que el propio jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Si seguías andando, te encontrabas en el bosque más espléndido que quepa imaginar, lleno de altos árboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salía a retirar las redes, se detenía a escuchar sus trinos.

-¡Dios santo, y qué hermoso! -exclamaba; pero luego tenía que atender a sus redes y olvidarse del pájaro hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetía-: ¡Dios santo, y qué hermoso! 

De todos los países llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardín; pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban:

-¡Esto es lo mejor de todo!
De regreso a sus tierras los viajeros hablaban de él, y los sabios escribían libros y más libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardín, pero sin olvidarse nunca del ruiseñor, al que ponían por las nubes; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre el pájaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago. 

Aquellos libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba sentado en su sillón de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hacía con la cabeza un gesto de aprobación, pues le satisfacía leer aquellas magníficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo es el ruiseñor», decía el libro. 

«¿Qué es esto? -pensó el Emperador-. ¿El ruiseñor? Jamás he oído hablar de él. ¿Es posible que haya un pájaro así en mi imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha informado. ¡Está bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!» 
Y mandó llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: «¡P!». Y esto no significa nada.

-Según parece, hay aquí un pájaro de lo más notable, llamado ruiseñor -dijo el Emperador-. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; ¿por qué no se me ha informado de este hecho? 

-Es la primera vez que oigo hablar de él -se justificó el mayordomo-. Nunca ha sido presentado en la Corte.

-Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia -dijo el Emperador-. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo. 

-Es la primera vez que oigo hablar de él -repitió el mayordomo-. Lo buscaré y lo encontraré. 

¿Encontrarlo?, ¿dónde? El dignatario se cansó de subir y bajar escaleras y de recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos preguntó había oído hablar del ruiseñor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas fábulas que suelen imprimirse en los libros. 

-Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías y una cosa que llaman magia negra. 

-Pero el libro en que lo he leído me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón -replicó el Soberano-; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oír al ruiseñor. Que acuda esta noche a mi presencia para cantar bajo mi especial protección. Si no se presenta mandaré que todos los cortesanos sean pateados en el estómago después de cenar. 

-¡Tsing-pe! -dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con él, pues a nadie le hacía gracia que le patearan el estómago. Y todo era preguntar por el notable ruiseñor, conocido por todo el mundo menos por la Corte.

Finalmente dieron en la cocina con una pobre muchachita que exclamó:
-¡Dios mío! ¿El ruiseñor? ¡Claro que lo conozco! ¡qué bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que está enferma. Vive allá en la playa, y cuando estoy de regreso me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruiseñor. Y oyéndolo se me vienen las lágrimas a los ojos como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoción y dulzura. 

-Pequeña fregaplatos -dijo el mayordomo-, te daré un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseñor; está citado para esta noche.

Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el pájaro solía situarse; media Corte tomaba parte en la expedición. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir. 

-¡Oh! -exclamaron los cortesanos-. ¡Ya lo tenemos! ¡Qué fuerza para un animal tan pequeño! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo. 

-No, eso es una vaca que muge -dijo la fregona Aún tenemos que andar mucho. 
Luego oyeron las ranas croando en una charca. 

-¡Magnífico! -exclamó un cortesano-. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia. 
-No, eso son ranas -contestó la muchacha-. Pero creo que no tardaremos en oírlo. 

Y en seguida el ruiseñor se puso a cantar. 

-¡Es él! -dijo la niña-. ¡Escuchen, escuchen! ¡Allí está! -y señaló un avecilla gris posada en una rama.
-¿Es posible? -dijo el mayordomo-. Jamás lo habría imaginado así. ¡Qué vulgar! Seguramente habrá perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos.

-Mi pequeño ruiseñor -dijo en voz alta la muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia. 

-¡Con mucho gusto! – respondió el pájaro, y reanudó su canto que daba gloria oírlo. 
-¡Parecen campanitas de cristal! -observó el mayordomo. 

-¡Miren cómo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiésemos visto. Causará sensación en la Corte. 

-¿Quieren que vuelva a cantar para el Emperador? -preguntó el pájaro, pues creía que el Emperador estaba allí. 

-Mi pequeño y excelente ruiseñor -dijo el mayordomo- tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrá deleitar con su magnífico canto a Su Imperial Majestad. 
-Suena mejor en el bosque -objetó el ruiseñor; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompañó gustoso.

En palacio todo había sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lámparas de oro; las flores más exquisitas, con sus campanillas, habían sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos producían tales corrientes de aire que las campanillas no cesaban de sonar y uno no oía ni su propia voz. 

En medio del gran salón donde el Emperador estaba, habían puesto una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña fregona había recibido autorización para situarse detrás de la puerta, pues tenía ya el título de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podía empezar. 
El ruiseñor cantó tan deliciosamente que las lágrimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el pájaro las vio rodar por sus mejillas, volvió a cantar mejor aún, hasta llegarle al alma. El Emperador quedó tan complacido que dijo que regalaría su chinela de oro al ruiseñor para que se la colgase al cuello. Mas el pájaro le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente recompensado. 
-He visto lágrimas en los ojos del Emperador; éste es para mí el mejor premio. Las lágrimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado -y reanudó su canto con su dulce y melodiosa voz.

-¡Es la lisonja más amable y graciosa que he escuchado en mi vida! -exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues creían que también ellas podían ser ruiseñores. Sí, hasta los lacayos y las camareras expresaron su aprobación, y esto es decir mucho, pues son siempre más difíciles de contentar. Realmente el ruiseñor causó sensación. 

Se quedaría en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el día y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones. 

La ciudad entera hablaba del notabilísimo pájaro, y cuando dos se encontraban, se saludaban diciendo el uno: «Rui» y respondiendo el otro: «Señor»; luego exhalaban un suspiro, indicando que se habían comprendido. Hubo incluso once verduleras que pusieron su nombre a sus hijos, pero ni uno de ellos resultó capaz de dar una nota.

Un buen día el Emperador recibió un gran paquete rotulado: «El ruiseñor». 

-He aquí un nuevo libro acerca de nuestro famoso pájaro -exclamó el Emperador. Pero resultó que no era un libro, sino un pequeño ingenio puesto en una jaula, un ruiseñor artificial, imitación del vivo, pero cubierto materialmente de diamantes, rubíes y zafiros. Sólo había que darle cuerda y se ponía a cantar una de las melodías que cantaba el de verdad, levantando y bajando la cola, todo él un ascua de plata y oro. Llevaba una cinta atada al cuello y en ella estaba escrito: «El ruiseñor del Emperador del Japón es pobre en comparación con el del Emperador de la China». 

-¡Soberbio! -exclamaron todos, y el emisario que había traído el ave artificial recibió inmediatamente el título de Gran Portador Imperial de Ruiseñores. 

-Ahora van a cantar juntos. ¡Qué dúo harán! 

Y los hicieron cantar a dúo; pero la cosa no marchaba, pues el ruiseñor auténtico lo hacía a su manera y el artificial iba con cuerda. 

-No se le puede reprochar -dijo el Director de la Orquesta Imperial-; mantiene el compás exactamente y sigue mi método al pie de la letra.

En adelante, el pájaro artificial tuvo que cantar solo. Obtuvo tanto éxito como el otro; además, era mucho más bonito, pues brillaba como un puñado de pulseras y broches. 

Repitió treinta y tres veces la misma melodía, sin cansarse, y los cortesanos querían volver a oírla de nuevo, pero el Emperador opinó que también el ruiseñor verdadero debía cantar algo. Pero, ¿dónde se había metido? Nadie se había dado cuenta de que, saliendo por la ventana abierta, había vuelto a su verde bosque. 

-¿Qué significa esto? -preguntó el Emperador. Y todos los cortesanos se deshicieron en reproches e improperios, tachando al pájaro de desagradecido-. Por suerte nos queda el mejor -dijeron, y el ave mecánica hubo de cantar de nuevo, repitiendo por trigésimo cuarta vez la misma canción; pero como era muy difícil no había modo de que los oyentes se la aprendieran. El Director de la Orquesta Imperial se hacía lenguas del arte del pájaro, asegurando que era muy superior al verdadero, no sólo en lo relativo al plumaje y la cantidad de diamantes, sino también interiormente. 

-Pues fíjense Vuestras Señorías, y especialmente Su Majestad, que con el ruiseñor de carne y hueso nunca se puede saber qué es lo que va a cantar. En cambio, en el artificial todo está determinado de antemano. Se oirá tal cosa y tal otra, y nada más. En él todo tiene su explicación: se puede abrir y poner de manifiesto cómo obra la inteligencia humana, viendo cómo están dispuestas las ruedas, cómo se mueven, cómo una se engrana con la otra. 

-Eso pensamos todos -dijeron los cortesanos, y el Director de la Orquesta Imperial fue autorizado para que el próximo domingo mostrara el pájaro al pueblo-. Todos deben oírlo cantar -dijo el Emperador; y así se hizo, y quedó la gente tan satisfecha como si se hubiesen emborrachado con té, pues así es como lo hacen los chinos; y todos gritaron: «¡Oh!», y levantando el dedo índice se inclinaron profundamente.

Mas los pobres pescadores que habían oído al ruiseñor auténtico, dijeron: 
-No está mal; las melodías se parecen, pero le falta algo, no sé qué… 
El ruiseñor de verdad fue desterrado del país. 

El pájaro mecánico estuvo en adelante junto a la cama del Emperador, sobre una almohada de seda; todos los regalos con que había sido obsequiado -oro y piedras preciosas- estaban dispuestos a su alrededor, y se le había conferido el título de Primer Cantor de Cabecera Imperial, con categoría de número uno al lado izquierdo. Pues el Emperador consideraba que este lado era el más noble, por ser el del corazón, que hasta los emperadores tienen a la izquierda. Y el Director de la Orquesta Imperial escribió una obra de veinticinco tomos sobre el pájaro mecánico; tan larga y erudita, tan llena de las más difíciles palabras chinas, que todo el mundo afirmó haberla leído y entendido, pues de otro modo habrían pasado por tontos y recibido patadas en el estómago. 

Así transcurrieron las cosas durante un año; el Emperador, la Corte y todos los demás chinos se sabían de memoria el trino de canto del ave mecánica, y precisamente por eso les gustaba más que nunca; podían imitarlo y lo hacían. Los golfillos de la calle cantaban: «¡tsitsii, cluclucluk!», y hasta el Emperador hacía coro. Era de veras divertido. 

Pero he aquí que una noche, estando el pájaro en pleno canto, el Emperador, que estaba ya acostado, oyó de pronto un «¡crac!» en el interior del mecanismo; algo había saltado. «¡Schnurrrr!», se escapó la cuerda, y la música cesó. 

El Emperador saltó de la cama y mandó llamar a su médico de cabecera; pero, ¿qué podía hacer el hombre? Entonces fue llamado el relojero, quien tras largos discursos y manipulaciones arregló un poco el ave; pero manifestó que debían andarse con mucho cuidado con ella y no hacerla trabajar demasiado, pues los pernos estaban gastados y no era posible sustituirlos por otros nuevos que asegurasen el funcionamiento de la música. ¡Qué desolación! Desde entonces sólo se pudo hacer cantar al pájaro una vez al año, y aun esto era una imprudencia; pero en tales ocasiones el Director de la Orquesta Imperial pronunciaba un breve discurso, empleando aquellas palabras tan intrincadas, diciendo que el ave cantaba tan bien como antes, y no hay que decir que todo el mundo se manifestaba de acuerdo. 

Pasaron cinco años, cuando he aquí que una gran desgracia cayó sobre el país. Los chinos querían mucho a su Emperador, el cual estaba ahora enfermo de muerte. Ya había sido elegido su sucesor, y el pueblo, en la calle, no cesaba de preguntar al mayordomo de Palacio por el estado del anciano monarca. 
-¡P! -respondía éste, sacudiendo la cabeza.

Frío y pálido yacía el Emperador en su grande y suntuoso lecho. Toda la Corte lo creía ya muerto y cada cual se apresuraba a ofrecer sus respetos al nuevo soberano. Los camareros de palacio salían precipitadamente para hablar del suceso, y las camareras se reunieron en un té muy concurrido. En todos los salones y corredores habían tendido paños para que no se oyera el paso de nadie, y así reinaba un gran silencio. 

Pero el Emperador no había expirado aún; permanecía rígido y pálido en la lujosa cama, con sus largas cortinas de terciopelo y macizas borlas de oro. Por una ventana que se abría en lo alto de la pared, la luna enviaba sus rayos que iluminaban al Emperador y al pájaro mecánico.

El pobre Emperador jadeaba con gran dificultad; era como si alguien se le hubiera sentado sobre el pecho. Abrió los ojos y vio que era la Muerte, que se había puesto su corona de oro en la cabeza y sostenía en una mano el dorado sable imperial, y en la otra, su magnífico estandarte. En torno, por los pliegues de los cortinajes asomaban extravías cabezas, algunas horriblemente feas, otras de expresión dulce y apacible: eran las obras buenas y malas del Emperador, que lo miraban en aquellos momentos en que la muerte se había sentado sobre su corazón. 

-¿Te acuerdas de tal cosa? -murmuraban una tras otra-. ¿Y de tal otra? -Y le recordaban tantas, que al pobre le manaba el sudor de la frente. 

-¡Yo no lo sabía! -se excusaba el Emperador-. ¡Música, música! ¡Que suene el gran tambor chino -gritó- para no oír todo eso que dicen!

Pero las cabezas seguían hablando y la Muerte asentía con la cabeza, al modo chino, a todo lo que decían.

-¡Música, música! -gritaba el Emperador-. ¡Oh tú, pajarillo de oro, canta, canta! Te di oro y objetos preciosos, con mi mano te colgué del cuello mi chinela dorada. ¡Canta, canta ya!

Mas el pájaro seguía mudo, pues no había nadie para darle cuerda, y la Muerte seguía mirando al Emperador con sus grandes órbitas vacías; y el silencio era lúgubre. 

De pronto resonó, procedente de la ventana, un canto maravilloso. Era el pequeño ruiseñor vivo, posado en una rama. Enterado de la desesperada situación del Emperador, había acudido a traerle consuelo y esperanza; y cuanto más cantaba, más palidecían y se esfumaban aquellos fantasmas, la sangre afluía con más fuerza a los debilitados miembros del enfermo, e incluso la Muerte prestó oídos y dijo:

-Sigue, lindo ruiseñor, sigue. 

-Sí, pero, ¿me darás el magnífico sable de oro? ¿Me darás la rica bandera? ¿Me darás la corona imperial? 
Y la Muerte le fue dando aquellos tesoros a cambio de otras tantas canciones, y el ruiseñor siguió cantando, cantando del silencioso camposanto donde crecen las rosas blancas, donde las lilas exhalan su aroma y donde la hierba lozana es humedecida por las lágrimas de los supervivientes. La Muerte sintió entonces nostalgia de su jardín y salió por la ventana, flotando como una niebla blanca y fría.

 
-¡Gracias, gracias! -dijo el Emperador-. ¡Bien te conozco, avecilla celestial! Te desterré de mi reino; sin embargo, con tus cantos has alejado de mi lecho los malos espíritus, has ahuyentado de mi corazón la Muerte. ¿Cómo podré recompensarte? 

-Ya me has recompensado -dijo el ruiseñor-. Arranqué lágrimas a tus ojos la primera vez que canté para ti; esto no lo olvidaré nunca, pues son las joyas que contentan al corazón de un cantor. Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo seguiré cantando. 

Así lo hizo, y el Soberano quedó sumido en un dulce sueño; ¡qué sueño tan dulce y tan reparador! 
El sol entraba por la ventana cuando el Emperador se despertó, sano y fuerte. Ninguno de sus criados había vuelto aún, pues todos lo creían muerto. Sólo el ruiseñor seguía cantando en la rama. 

-¡Nunca te separarás de mi lado! -le dijo el Emperador-. Cantarás cuando te apetezca; y en cuanto al pájaro mecánico, lo romperé en mil pedazos. 

-No lo hagas -suplicó el ruiseñor-. Él cumplió su misión mientras pudo; guárdalo como hasta ahora. Yo no puedo anidar ni vivir en palacio, pero permíteme que venga cuando se me ocurra; entonces me posaré junto a la ventana y te cantaré para que estés contento y reflexiones. Te cantaré de los felices y también de los que sufren; y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tú saberlo. Tu pajarillo cantor debe volar a lo lejos, hasta la cabaña del pobre pescador, hasta el tejado del campesino, hacia todos los que residen apartados de ti y de tu Corte. Prefiero tu corazón a tu corona… aunque la corona exhala cierto olor a cosa santa. Volveré a cantar para ti. Pero debes prometerme una cosa. 

-¡Lo que quieras! -dijo el Emperador, incorporándose en su ropaje imperial, que ya se había puesto, y oprimiendo contra su corazón el pesado sable de oro. 

-Una cosa te pido: que no digas a nadie que tienes un pajarito que te cuenta todas las cosas. ¡Saldrás ganando!
Y se echó a volar. 

Entraron los criados a ver a su difunto Emperador. Entraron, sí, y el Emperador les dijo: ¡Buenos días!

FIN

CHARLES PERRAULT

Charles Perrault nació en París (Francia), y vivió desde 1628 a 1703. Fue un escritor francés que ejerció la abogacía durante algún tiempo, pero a partir de 1683 se entregó plenamente a la literatura. Escribió el poema El siglo de Luis el Grande (1687), pero en especial Perrault es conocido ante todo por sus cuentos, entre los que figuran  Cenicienta y La bella durmiente, que él recuperó de la tradición oral en Historias o cuentos del pasado (1697) y conocidos también como Cuentos de mamá Oca, por la ilustración que figuraba en la cubierta de la edición original. Llegó a ser miembro de la Academia Francesa. Su mayor fama la logró escribiendo y contando cuentos especialmente  para los niños.

Los cuentos de Perrault gustaron mucho, pero ni él mismo pudo imaginar que sus historias infantiles llegarían a perdurar a través de los siglos, puesto que  hace trescientos años que Perrault publicó sus Cuentos de antaño, en los que aparecieron La bella durmiente del bosque, Caperucita Roja, Riquete el del copeteEl gato con botas, Cenicienta Pulgarcito.

 Con su literatura infantil, Perrault desarrolló la imaginación de muchísimos niños, hasta la actualidad.

LAS HADAS

Érase una viuda que tenía dos hijas; la mayor se le parecía tanto en el carácter y en el físico, que quien veía a la hija, le parecía ver a la madre. Ambas eran tan desagradables y orgullosas que no se podía vivir con ellas. La menor, verdadero retrato de su padre por su dulzura y suavidad, era además de una extrema belleza. Como por naturaleza amamos a quien se nos parece, esta madre tenía locura por su hija mayor y a la vez sentía una aversión atroz por la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar sin cesar.

Entre otras cosas, esta pobre niña tenía que ir dos veces al día a buscar agua a una media legua de la casa, y volver con una enorme jarra llena.

Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre mujer rogándole que le diese de beber.

—Como no, mi buena señora, dijo la hermosa niña.

Y enjuagando de inmediato su jarra, sacó agua del mejor lugar de la fuente y se la ofreció, sosteniendo siempre la jarra para que bebiera más cómodamente. La buena mujer, después de beber, le dijo:

—Eres tan bella, tan buena y tan amable, que no puedo dejar de hacerte un don (pues era un hada que había tomado la forma de una pobre aldeana para ver hasta donde llegaría la gentileza de la joven). Te concedo el don, prosiguió el hada, de que por cada palabra que pronuncies saldrá de tu boca una flor o una piedra preciosa.

Cuando la hermosa joven llegó a casa, su madre la reprendió por regresar tan tarde de la fuente.

—Perdón, madre mía, dijo la pobre muchacha, por haberme demorado; y al decir estas palabras, le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos grandes diamantes.

—¡Qué estoy viendo!, dijo su madre, llena de asombro; ¡parece que de la boca le salen perlas y diamantes! ¿Cómo es eso, hija mía?

Era la primera vez que le decía hija.

La pobre niña le contó ingenuamente todo lo que le había pasado, no sin botar una infinidad de diamantes.

—Verdaderamente, dijo la madre, tengo que mandar a mi hija; mirad, Fanchon, mirad lo que sale de la boca de vuestra hermana cuando habla; ¿no os gustaría tener un don semejante? Bastará con que vayáis a buscar agua a la fuente, y cuando una pobre mujer os pida de beber, ofrecerle muy gentilmente.

—¡No faltaba más! respondió groseramente la joven, ¡ir a la fuente!

—Deseo que vayáis, repuso la madre, ¡y de inmediato!

Ella fue, pero siempre refunfuñando. Tomó el más hermoso jarro de plata de la casa. No hizo más que llegar a la fuente y vio salir del bosque a una dama magníficamente ataviada que vino a pedirle de beber: era la misma hada que se había aparecido a su hermana, pero que se presentaba bajo el aspecto y con las ropas de una princesa, para ver hasta dónde llegaba la maldad de esta niña.

—¿Habré venido acaso, le dijo esta grosera mal criada, para daros de beber? ¡justamente, he traído un jarro de plata nada más que para dar de beber a su señoría! De acuerdo, bebed directamente, si queréis.

—No sois nada amable, repuso el hada, sin irritarse; ¡está bien! ya que sois tan poco atenta, os otorgo el don de que a cada palabra que pronunciéis, os salga de la boca una serpiente o un sapo.

La madre no hizo más que divisarla y le gritó:

—¡Y bien, hija mía!

—¡Y bien, madre mía! respondió la malvada echando dos víboras y dos sapos.

—¡Cielos!, exclamó la madre, ¿qué estoy viendo? ¡Su hermana tiene la culpa, me las pagará! y corrió a pegarle.

La pobre niña corrió y fue a refugiarse en el bosque cercano. El hijo del rey, que regresaba de la caza, la encontró y viéndola tan hermosa le preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba.

—¡Ay!, señor, es mi madre que me ha echado de la casa.

El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello. Ella le contó toda su aventura.

El hijo del rey se enamoró de ella, y considerando que semejante don valía más que todo lo que se pudiera ofrecer al otro en matrimonio, la llevó con él al palacio de su padre, donde se casaron.

En cuanto a la hermana, se fue haciendo tan odiable, que su propia madre la echó de la casa; y la infeliz, después de haber ido de una parte a otra sin que nadie quisiera recibirla, se fue a morir al fondo del bosque.

MORALEJA

Las riquezas, las joyas, los diamantes
son del ánimo influjos favorables,
Sin embargo los discursos agradables
son más fuertes aun, más gravitantes.

OTRA MORALEJA

La honradez cuesta cuidados,
exige esfuerzo y mucho afán
que en el momento menos pensado
su recompensa recibirán.

EL GANCHO NOS PREMIA Y FELICITA.

Hoy nuestra revista favorita «El Gancho» ha proporcionado una inmensa satisfacción al alumnado de Alquería.

Nos han felicitado y premiado por la gran participación en el concurso de «Europa y Andalucía». Los eslogan creados por todos y todas han sido de gran agrado, por Lo que han obsequiado con una colección de libros para nuestra biblioteca.

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¡Felicidades al alumnado de Alquería por su ilusión y esfuerzo!

Aquí está la edicción de marzo.

Esperamos que recopiléis algunos chistes para nuestros encuentros jocosos en Salobreña.

HANS CHRISTIAN ANDERSEN

El último sueño del viejo roble
(Cuento de Navidad)

[Cuento infantil. Texto completo]

Hans Christian Andersen

Había una vez en el bosque, sobre los acantilados que daban al mar, un vetusto roble, que tenía exactamente trescientos sesenta y cinco años. Pero todo este tiempo, para el árbol no significaba más que lo que significan otros tantos días para nosotros, los hombres.

Nosotros velamos de día, dormimos de noche y entonces tenemos nuestros sueños. La cosa es distinta con el árbol, pues vela por espacio de tres estaciones, y sólo en invierno queda sumido en sueño; el invierno es su tiempo de descanso, es su noche tras el largo día formado por la primavera, el verano y el otoño.

Aquel insecto que apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efímera, más de un caluroso día de verano había estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a su copa. Después, el pobre animalito descansaba en silenciosa bienaventuranza sobre una de las verdes hojas de roble, y entonces el árbol le decía siempre:

-¡Pobre pequeña! Tu vida entera dura sólo un momento. ¡Qué breve! Es un caso bien triste.

-¿Triste? -respondía invariablemente la efímera-. ¿Qué quieres decir? Todo es tan luminoso y claro, tan cálido y magnífico, y yo me siento tan contenta…

-Pero sólo un día y todo terminó.

-¿Terminó? -replicaba la efímera-. ¿Qué es lo que termina? ¿Has terminado tú, acaso?

-No, yo vivo miles y miles de tus días, y mi día abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan largo, que tú no puedes calcularlo.

-No te comprendo, la verdad. Tú tienes millares de mis días, pero yo tengo millares de instantes para sentirme contenta y feliz. ¿Termina acaso toda esa magnificencia del mundo, cuando tú mueres?

-No -decía el roble-. Continúa más tiempo, un tiempo infinitamente más largo del que puedo imaginar.

-Entonces nuestra existencia es igual de larga, sólo que la contamos de modo diferente.

Y la efímera danzaba y se mecía en el aire, satisfecha de sus alas sutiles y primorosas, que parecían hechas de tul y terciopelo. Gozaba del aire cálido, impregnado del aroma de los campos de trébol y de las rosas silvestres, las lilas y la madreselva, para no hablar ya de la aspérula, las primaveras y la menta rizada. Tan intenso era el aroma, que la efímera sentía como una ligera embriaguez. El día era largo y espléndido, saturado de alegría y de aire suave, y en cuanto el sol se ponía, el insecto se sentía invadido de un agradable cansancio, producido por tanto gozar. Las alas se resistían a sostenerlo, y, casi sin darse cuenta, se deslizaba por el tallo de hierba, blando y ondeante, agachaba la cabeza como sólo él sabe hacerlo, y se quedaba alegremente dormido. Ésta era su muerte.

-¡Pobre, pobre efímera! -exclamaba el roble-. ¡Qué vida tan breve!

Y cada día se repetía la misma danza, el mismo coloquio, la misma respuesta y el mismo desvanecerse en el sueño de la muerte. Se repetía en todas las generaciones de las efímeras, y todas se mostraban igualmente felices y contentas.

El roble había estado en vela durante toda su mañana primaveral, su mediodía estival y su ocaso otoñal. Llegaba ahora el período del sueño, su noche. Se acercaba el invierno.

Venían ya las tempestades, cantando: «¡Buenas noches, buenas noches! ¡Cayó una hoja, cayó una hoja! ¡Cosechamos, cosechamos! Vete a acostar. Te cantaremos en tu sueño, te sacudiremos, pero, ¿verdad que eso le hace bien a las viejas ramas? Crujen de puro placer. ¡Duerme dulcemente, duerme dulcemente! Es tu noche número trescientos sesenta y cinco; en realidad, eres docemesino. ¡Duerme dulcemente! La nube verterá nieve sobre ti. Te hará de sábana, una caliente manta que te envolverá los pies. Duerme dulcemente, y sueña».

Y el roble se quedó despojado de todo su follaje, dispuesto a entregarse a su prolongado sueño invernal y soñar; a soñar siempre con las cosas vividas, exactamente como en los sueños de los humanos.

También él había sido pequeño. Su cuna había sido una bellota. Según el cómputo de los hombres, se hallaba ahora en su cuarto siglo. Era el roble más corpulento y hermoso del bosque; su copa rebasaba todos los demás árboles, y era visible desde muy adentro del mar, sirviendo a los marinos de punto de referencia. No pensaba él en los muchos ojos que lo buscaban. En lo más alto de su verde copa instalaban su nido las palomas torcaces, y el cuclillo gritaba su nombre. En otoño, cuando las hojas parecían láminas de cobre forjado, acudían las aves de paso y descansaban en ella antes de emprender el vuelo a través del mar. Mas ahora había llegado el invierno; el árbol estaba sin hojas, y quedaban al desnudo los ángulos y sinuosidades que formaban sus ramas. Venían las cornejas y los grajos a posarse a bandadas sobre él, charlando acerca de los duros tiempos que empezaban y de lo difícil que resultaría procurarse la pitanza.

Fue precisamente en los días santos de las Navidades cuando el roble tuvo su sueño más bello. Vais a oírlo.

El árbol se daba perfecta cuenta de que era tiempo de fiesta. Creía oír en derredor el tañido de las campanas de las iglesias, y se sentía como en un espléndido día de verano, suave y caliente. Verde y lozana extendía su poderosa copa, los rayos del sol jugueteaban entre sus hojas y ramas, el aire estaba impregnado del aroma de hierbas y matas olorosas. Pintadas mariposas jugaban a la gallinita ciega, y las efímeras danzaban como si todo hubiese sido creado sólo para que ellas pudiesen bailar y alegrarse. Todo lo que el árbol había vivido y visto en el curso de sus años desfilaba ante él como un festivo cortejo. Veía cabalgar a través del bosque gentiles hombres y damas de tiempos remotos, con plumas en el sombrero y halcones en la mano. Resonaba el cuerno de caza, y ladraban los perros. Vio luego soldados enemigos con armas relucientes y uniformes abigarrados, con lanzas y alabardas, que levantaban, sus tiendas y volvían a plegarlas; ardían fuegos de vivaque, y bajo las amplias ramas del árbol los hombres cantaban y dormían. Vio felices parejas de enamorados que se encontraban a la luz de la luna y entallaban en la verdosa corteza las iniciales de sus nombres. Un día -habían transcurrido ya muchos años-, unos alegres estudiantes colgaron una cítara y un arpa eólica de las ramas del roble; y he aquí que ahora reaparecían y sonaban melodiosamente. Las palomas torcaces arrullaban como si quisieran contar lo que sentía el árbol, y el cuclillo pregonaba a voz en grito los días de verano que le quedaban aún de vida.

Fue como si un nuevo flujo de vida recorriese el árbol, desde las últimas fibras de la raíz hasta las ramas más altas y las hojas. Sintió el roble como si se estirara y extendiera. Por las raíces notaba, que también bajo tierra hay vida y calor. Sentía crecer su fuerza, crecía sin cesar. Se elevaba el tronco continuamente, ganando altura por momentos. La copa se hacía más densa, ensanchándose y subiendo. Y cuanto más crecía el árbol, tanto mayor era su sensación de bienestar y su anhelo, impregnado de felicidad indecible, de seguir elevándose hasta llegar al sol resplandeciente y ardoroso.

Rebasaba ya en mucho las nubes, que desfilaban por debajo de él cual oscuras bandadas de aves migratorias o de blancos cisnes.

Y cada una de las hojas del árbol estaba dotada de vista, como, si tuviese un ojo capaz de ver. Las estrellas se hicieron visibles de día, tal eran de grandes y brillantes; cada una lucía como un par de ojos, unos ojos muy dulces y límpidos. Recordaban queridos ojos conocidos, ojos de niños, de enamorados, cuándo se encontraban bajo el árbol.

Eran momentos de infinita felicidad, y, sin embargo, en medio de su ventura sintió el roble un vivo afán de que todos los restantes árboles del bosque, matas, hierbas y flores, pudieran elevarse con él, para disfrutar también de aquel esplendor y de aquel gozo. Entre tanta magnificencia, una cosa faltaba a la felicidad del poderoso roble: no poder compartir su dicha con todos, grandes y pequeños, y este sentimiento hacía vibrar las ramas y las hojas con tanta intensidad como un pecho humano.

Se movió la copa del árbol como si buscara algo, como si algo le faltara. Miró atrás, y la fragancia de la aspérula y la aún más intensa de la madreselva y la violeta, subieron hasta ella; y el roble creyó, oír la llamada del cuclillo.

Y he aquí que empezaron a destacar por entre las nubes las verdes cimas del bosque, y el roble vio cómo crecían los demás árboles hasta alcanzar su misma altura. Las hierbas y matas subían también; algunas se desprendían de las raíces, para encaramarse más rápidamente. El abedul fue el más ligero; cual blanco rayo proyectó a lo alto su esbelto tronco, mientras las ramas se agitaban como un tul verde o como banderas. Todo el bosque crecía, incluso la caña de pardas hojas, y las aves seguían cantando, y en el tallito que ondeaba a modo de una verde cinta de seda, el saltamontes jugaba con el ala posada sobre la pata. Zumbaban los abejorros y las abejas, cada pájaro entonaba su canción, y todo era melodía y regocijo en las regiones del éter.

-Pero también deberían participar la florecilla del agua -dijo el roble-, y la campanilla azul, y la diminuta margarita.

Sí, el roble deseaba que todos, hasta los más humildes, pudiesen tomar parte en la fiesta.

-¡Aquí estamos, aquí estamos! -se oyó gritar.

-Pero la hermosa aspérula del último verano (el año pasador hubo aquí una verdadera alfombra de lirios de los valles) y el manzano, silvestre, ¡tan hermoso como era!, y toda la magnificencia de años atrás… ¡qué lástima que haya muerto todo, y no puedan gozar con nosotros!

-¡Aquí estamos, aquí estamos! –se oyó el coro, más alto aún que antes. Parecía como si se hubiesen adelantado en su vuelo.

-¡Qué hermoso! -exclamó, entusiasmado, el viejo roble ¡Los tengo a todos, grandes y chicos, no falta ni uno! ¿Cómo es posible tanta dicha?

-En el reino de Dios todo es posible –se oyó una voz.

Y el árbol, que seguía creciendo incesantemente, sintió que las raíces se soltaban de la tierra.

-Esto es lo mejor de todo -exclamó el árbol-. Ya no me sujeta nada allá abajo. Ya puedo elevarme hasta el infinito en la luz y la gloria. Y me rodean todos los que quiero, chicos y grandes.

-¡Todos!

Éste fue el sueño del roble; y mientras soñaba, una furiosa tempestad se desencadenó por mar y tierra en la santa noche de Navidad. El océano lanzaba terribles olas contra la orilla, crujió el árbol y fue arrancado de raíz, precisamente mientras soñaba que sus raíces se desprendían del suelo. Sus trescientos sesenta y cinco años no representaban ya más que el día de la efímera.

La mañana de Navidad, cuando volvió a salir el sol, la tempestad se había calmado. Todas las campanas doblaban en son de fiesta, y de todas las chimeneas, hasta la del jornalero, que era la más pequeña y humilde, se elevaba el humo azulado, como del altar en un sacrificio de acción de gracias. El mar se fue también calmando progresivamente, y en un gran buque que aquella noche había tenido que capear el temporal, fueron izados los gallardetes.

-¡No está el árbol, el viejo roble que nos señalaba la tierra! -decían los marinos-. Ha sido abatido en esta noche tempestuosa. ¿Quién va a sustituirlo? Nadie podrá hacerlo.

Tal fue el panegírico, breve pero efusivo, que se dedicó al árbol, el cual yacía tendido en la orilla, bajo un manto de nieve. Y sobre él resonaba un solemne coro procedente del barco, una canción evocadora de la alegría navideña y de la redención del alma humana por Cristo, y de la vida eterna:

Regocíjate, grey cristiana.
Vamos ya a bajar anclas.
Nuestra alegría es sin par.
¡Aleluya, aleluya!

Así decía el himno religioso, y todos los tripulantes se sentían elevados a su manera por el canto y la oración, como el viejo roble en su último sueño, el sueño más bello de su Nochebuena.

FIN